Suele ser frecuente en los días que suceden a la muerte de una personalidad, que se exalten sus cualidades más notables o los hechos más relevantes de su vida, al mismo tiempo que se omiten sus errores y sus fracasos.
En el caso de la reina Isabel II de Reino Unido, el primer hecho destacable son los 70 años de duración de su reinado. Naturalmente, durante ese largo período vivió, desde la privilegiada atalaya de Buckingham Palace, los profundos cambios que fue experimentando la sociedad internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Asistió al auge y posterior caída y disolución de la URSS y con ella al final de la rivalidad con Estados Unidos, siempre condicionada por la amenaza nuclear.
Vio fraguarse el entendimiento político entre franceses y alemanes para iniciar el proceso de integración que cambió la configuración económica y política de la mayor parte del continente europeo. Esa integración de la que el Reino Unido renegó, entre 1951 y 1957, por su liderazgo de la Commonwealth of Nations a escala mundial y la European Free Trade (EFTA) a escala europea. Poco tiempo después, en 1962, solicitaba su incorporación a la CE, demorado hasta 1973 por la abierta oposición del presidente De Gaulle. El brexit ha puesto punto final a su participación en la UE aunque no así a las calamitosas consecuencias económicas y políticas para el país.
También tuvo que sufrir, junto con sus ciudadanos y en su propia familia, la violencia terrorista desatada por el IRA y que, más tarde, encontraría su continuidad en el terrorismo yihadista. Y contempló como su país, bajo el liderazgo de Margaret Thatcher, se embarcaba en una guerra por defender su soberanía en un remoto archipiélago a miles de kilómetros, las Falklands (Islas Malvinas), ante la agresión argentina.
Pero, sobre todo, Isabel II tuvo que asistir al final del imperio británico, sometido a la presión descolonizadora y la incapacidad de los Gobiernos de su majestad de comprender primero y gestionar más tarde, la autodeterminación de las colonias. En poco tiempo, dejó de ser una reina imperial para convertirse en la soberana del Reino Unido y ejercer la jefatura de Estado de algunos países como Australia o Canadá.
Sin embargo y a pesar de la importancia de todos estos acontecimientos, la reina Isabel II no logró el respeto de sus ciudadanos por las proezas realizadas en tales sucesos. Al fin y al cabo, como monarca de un régimen democrático, sus competencias estaban decisivamente limitadas por el Parlamento y el Gobierno.
Su principal contribución, aquella por la que será recordada por los británicos durante generaciones, fue lograr la continuidad de la monarquía como institución garante de la unidad del Estado, a pesar de las crisis políticas y económicas que experimentó el país durante los setenta años de reinado.
Isabel II encarnó, simbólica y funcionalmente, la tradición monárquica del Reino Unido y la modernidad política y económica requerida por su sociedad. Semejante fusión la logró y mantuvo gracias a tres cualidades personales: una inquebrantable lealtad a sus conciudadanos, un continuo desempeño de la autoridad de la Corona y una renuncia a cualquier protagonismo en la política partidista del país.
Frente a las presiones mediáticas, sobre todo de la prensa sensacionalista, las imposiciones de los líderes políticos de turno y los cambiantes deseos de una opinión pública superficial y contradictoria, la reina Isabel II supo mantener la dignidad institucional de la Corona, contribuir a la unidad del país y garantizar la continuidad de la casa Windsor.
Probablemente, su principal legado para la historia haya sido demostrar, frente a las críticas demagógicas de republicanos de salón y los irrefrenables ataques de intolerantes líderes populistas, que en pleno siglo XXI es posible reconciliar la institución monárquica con la democracia y ambas con el imparable progreso de una sociedad global.
Dios salve a la reina, si existe.
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