Hacía tan sólo tres días que Bowie estrenaba su nuevo single 'Lazarus', un adelanto de su último disco: siete canciones, largas y sinuosas, construidas con estrofas que se alargan, cambios de ritmo e instrumentación contemporánea que desasosiegan al principio y deslumbran al final.
Así, de una forma extremadamente discreta -como vivió en su última década- se cierra la vida del camaleón, como le llamaba la prensa coloquialmente, un personaje tan inclasificable que hasta tenía cada ojo de un color diferente -por una pelea en la escuela- y que marcó la historia del rock en las décadas de los 60 y 70. Y, también, de un cantante, instrumentista y productor que representó todos los excesos asociados al mundo del pop, incluyendo la capacidad de autopromoción y la capacidad para exprimir económicamente su obra al máximo, como cuando convirtió en bonos los derechos de autor de sus canciones y los vendió por 50 millones de dólares, a finales de los noventa. Era, exactamente, la misma técnica que sería empleada masivamente en EEUU después durante la era de las 'hipotecas basura'.
David Robert Jones -su verdadero nombre- jugó con la ambigüedad sexual, creó un alter ego -Ziggy Stardust-, estuvo a punto de morir de sobredosis de cocaína en varias ocasiones y actuó en varias películas de Hollywood. Su legado musical es una combinación de soul, pop, glam, electrónica y disco que ha influenciado a artistas tan heterogéneos como Lady Gaga hasta The Cure, U2, Pulp, New Order o Franz Ferdinand.
Muchos David Bowie
Musicalmente hay muchos David Bowie, todos interesantes. El del despegue en cohete en 1968, el hippy de «Space Oddity», con el Comandante Tom aislado de la Tierra, su primer número uno. El alienígena glam de «Ziggy Stardust» en 1972, un bisexual provocador al que tras un extraordinario álbum sostenido por la guitarra de Mick Ronson mata rápidamente, para seguir avanzando y descubrir en Estados Unidos, entre mucha más cocaína de la debida, lo que bautiza como «plastic soul». Allí le da el primer triunfo «Fame», una canción compuesta a medias con John Lennon y con su escudero de años en las guitarras, Carlos Alomar.El Bowie estadounidense, flaco hasta lo enfermizo, sostenido por el fuel de las drogas, está a punto de reventar, y entonces acomete el movimiento más audaz y fructífero de su carrera. En 1977, cuando Londres comienza a alborotarse con el punk, él se muda sigilosamente al sombrío Berlín del Muro para investigar, crear extrañas cortinas de sonido bajo el padrinazgo de Brian Eno, añadirle una carga de experimentación y peso intelectual a su carrera. El fruto es la trilogía de Berlín: «Low», «Heroes» y «Lodger», para la crítica más sesuda su cénit, aunque otros no renunciemos a los caramelos de su cara más pop.
De vuelta de Berlín, Bowie ordena y manda en la naciente plataforma de los vídeo-clips con el disco «Scary Monsters» y el maravilloso vídeo de «Ashes to Ashes», donde el comandante Tom regresa vestido de payaso espacial trágico y camina por playas desoladas mientras una viejecilla -que no es otra que la madre del propio Bowie- le da la brasa pidiéndole que se reconduzca.
Los ochenta
Los ochenta. Ay, ¡los 80!: Hombreras, pelo enlacado y barroco, cajas de ritmos y hedonismo dance. Toca nueva careta. En 1983 da un contundente golpe comercial con su disco más pop, «Let’s Dance», donde se chupa el tuétano a chic, con Nile Rodgers como productor (el uso sagaz del talento ajeno es una de las grandes virtudes del genio Bowie). El disco y las giras mundiales que lo siguen lo convierten en epítome del artista pop triunfador.Pero como a tantos músicos de relieve, como le sucedió a Dylan, la bacanal de frivolidad ochentera le sienta mal a Bowie, que acaba la década con discos repetitivos y más bien vacíos. El desbarre final es «Tin Machine», donde explora el rock más ruidoso, en las orillas del heavy, con palos críticos y comerciales (justificados).
En los noventa coquetea con el drum-and-bass y vuelve a editar algún disco notable, como el «Black tie Withe Noise», que merece una revisión para revalorizarlo. Pero Bowie, el explorador que había abierto tantas sendas, ya no es un artista relevante. Hasta su último truco: el del mutismo, el silencio de diez años en Nueva York, y el retorno triunfal para peleando ya en secreto contra la muerte impartir sus dos últimas lecciones. La postrera la dictó todavía el pasado viernes, con el lanzamiento de su jazz volador y algo chirriante, donde enseña modernidad a los chicos de veinte con un pie ya en la tumba.
Culto y adoración a Bowie
Personalmente, Bowie fue también un personaje. Frío y caliente. Un enorme narcisista cuya primera preocupación fue siempre, desde luego, el culto y adoración de David Bowie. Justo estos días, una ex novia de los primeros sesenta ha editado un libro en Inglaterra donde cuenta que era la casera de David Jones en los suburbios de Bromley, al Sur de Londres. Se hicieron pareja, pero un día ella llegó a casa y se encontró con que una estadounidense de 17 años, Angela Barnett, se había instalado en la habitación del músico, que ni se había molestado en comunicarle que la había dejado.Bowie se casó en marzo de 1970 con Angela (que es la famosa Angie de la canción de Jagger, quien según la leyenda también tuvo algún escarceo bi con David). El matrimonio se divorció en Suiza el 1970 y son padres del cineasta Duncan Jones. Bowie inició su relación con Imán, saludada como un capricho y que ha supuesto un matrimonio largo, feliz y con una hija, Alexandra.
En 1972, Bowie se declaró gay en «Melody Maker». Más tarde matizó que hizo una utilización comercial de su audacia homosexual, asombrosa para la época. En 1983, zanjó así el tema en «Rolling Stone»: «Declararme homosexual fue el mayor error de mi vida. Siempre fui un heterosexual cerrado»· La sexualidad fue, seguramente, otro campo más de experimentación de un hombre que odiaba las fronteras mentales.
Espiritualmente, Bowie era agnóstico, «un no ateo», lo llamaba él, que tampoco creía que hubiese «una inteligencia creativa tras el universo». Coqueteó con el budismo y no creía en la verdad de las religiones, pero como esteta lo fascinaba su ritual: «El incienso siempre es poderoso y provocativo, sea budista o católico».
Un niño especial
Niño suburbial, hijo de un empleado de una organización caritativa de ayuda a niños y de una camarera, el Bowie adulto se reconocía un niño especial y lamentaba no haber llevado una infancia de intereses más comunes: «Nunca le di una patada a un balón de fútbol». Pero mejor así. La llegada del primer disco de Little Richard, el single «Tutti Fruti», le voló la cabeza: «Escuché a Dios». Luego llegó el asombro escénico de Elvis y el niño Jones ya no paró. Primero bandas de skiffe, luego rock con bandas de mal futuro, de las que iba desertando sin piedad en busca de su estrellato personal.A los 15 años, un episodio menor contribuyó a darle su imagen de marca al enigma. En una disputa por una chica un compañero de clase lo golpeó y le dañó gravemente el ojo izquierdo. Cuatro meses de operaciones y convalecencia, pero nunca recuperó por completo la visión y le dejó una extraña pupila dilatada. Esa mirada bicolor fue luego el sello por donde arrancaba la extrañeza de Bowie. Mantuvo la amistad con el agresor, que incluso se encargó de la imagen de sus primeros LPs, lo que habla bien de él.
Bowie se va y deja lo que hay que escuchar, sus canciones: «Changes», «Space Oddity», «Rebel-Rebel», «Heroes», «Let’s Dance»… Se calcula que en su carrera ha vendido casi 140 millones de discos. Fue también un cantante soberbio, capaz de pasar sin transición de las honduras del barítono, su territorio natural, al falsete. Tabaco y una juventud química deterioraron la salud de quien a los 69 parecía que estaba empezando otra vez.
Os dejo uno de los grandes éxitos que nos dejo, esta vez a dúo con la banda británica Queen... D.E.P.
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