Uno de los temas más debatidos por la historiografía durante la dictadura de Franco fue su papel en la Segunda Guerra Mundial. Los propagandistas del Caudillo insistieronn en su habilidad para mantener a España fuera de la contienda y la forma en que, con astucia gallega, había conseguido sortear las presiones de Hitler. Sus detractores repetían que tales presiones prácticamente no existieron, que Franco quiso entrar en guerra y que si no lo hizo fue por temor a las reacciones de los aliados o por desinterés de la propia Alemania. Los supuestos silencios de los participantes en la aparentemente trascendental entrevista de Hendaya contribuían a crear una bruma que rodeaba todo de incógnitas.
Con las aportaciones de las tres últimas décadas este panorama se ha ido aclarando poco a poco y ahora tenemos una idea bastante precisa de estos supuestos 'misterios', aunque no exista mucha bibliografía específica. Algunas de las últimas y más interesantes piezas nos las desvela Manuel Ros Agudo en su libro La Gran Tentación. Franco, el Imperio colonial y los planes de intervención en la Segunda Guerra Mundial, un estupendo libro publicado en la no siempre recomendable editorial Styria (Barcelona: 2008), donde se estudian, en general por primera vez, los planes bélicos españoles para invadir Tánger, el Marruecos francés y -tambén- Francia o Portugal. Unos planes que no fueron sólo meros ejercicios de Estado Mayor, sino auténticas opciones políticas que estuvieron a punto, en algunos casos, de llevarse adelante, pero que también revelan la falta de realismo que, por entonces, aquejaba a militares y falangistas, en general afectados por la retórica nacionalista y lejanos a lo que era el duro mundo de las relaciones internacionales.
Si las páginas dedicadas al tema por Javier Tusell, Paul Preston o Gustau Nerín ya nos habían permitido afirmar que Franco no sólo no fué en absoluto defensor de la neutralidad española -de ahí su peculiar estatus de 'no beligerante', que preludiaba una posible intervención- sino que entró en negociaciones directas sobre la participación española en la Segunda Guerra Mundial, y también que Hitler se interesó vivamente por una alianza hispana, aunque sus condiciones eran muy diferentes a las que imaginaban en Madrid, ahora sabemos, gracias a Manuel Ros, que esta entrada en el conflicto estuvo mucho más próxima de lo que se suponía, que la tentación de hacerlo duró más allá de 1940 y 1941, y que abarcó escenarios más amplios.
El autor parece haber estructurado el libro sobre la reunión de varios estudios precedentes, lo que dificulta un poco la lectura, pero no la comprensión de lo que propone.
En la coyuntura de 1939 se reunieron en España dos elementos que conducían en un mismo sentido la acción política. Por un lado, el gobierno, dirigido en gran medida por una promoción de militares 'africanistas', que habían forjado sus carreras en Marruecos y que sentían como una ofensa nacional y también personal el menguado papel colonial de España, que había quedado ridiculizada como potencia en una guerra desarrollada a las puertas mismas de la Península (ver entrada del blog sobre la batalla de Annual de ) y a la que Francia había limitado sistemáticamente en sus aspiraciones, hasta el punto de retener toda la parte fértil del Protectorado de Marruecos e imponer en 1923 la internacionalización del enclave de Tánger. Por otra parte, un Movimiento de inspiración falangista, imbuído de la retórica belicista e imperialista del fascismo. Ambas fuerzas -encarnadas en Franco y en Serrano Súñer- iban a confluir para hacer de Marruecos y de los temas coloniales la clave de la actuación española en los atribulados días de la guerra mundial. Resulta muy significativo que el primer ministro de Exteriores elegido por Franco para gestionar la situación de crisis fuera el Alto Comisario del Protectorado -el combativo Beigbeder-, a quien iba a sustituir luego por el mismo Serrano Suñer, cabeza oficial del falangismo y hasta entonces encargado del orden interno.
El resentimiento hacia Francia había crecido durante la guerra civil, se había alimentado con el nacionalismo castizo que rechazaba el cosmopolitismo europeo, y se había convertido en alarma al conocer los planes previstos ya en 1937 de invasión del Protectorado español en caso de que Franco se uniera al Eje hitleriano. Por todo ello, Beigbeder tenía el terreno abonado para elaborar -antes de abandonar su cargo de Alto Comisario- planes de ocupación, tanto de la plaza internacional de Tánger como del territorio del Protectorado francés, esta vez en colaboración con un alzamiento de los nacionalistas marroquíes, sostenidos por España. Las menguadas capacidades del ejército hispano no cubrían, ni con mucho, las necesidades de estas tareas; pero se presentó una oportunidad de oro cuando la situación militar del estado francés se colapsó ante la ofensiva hitleriana. Fue entonces cuando se pudo aprovechar para ocupar Tánger y para esperar la caída, cual fruta madura, del resto del Protectorado.
Las conclusiones de Manuel Ros apuntan -con suficientes pruebas- que la ocupación de Tánger no fue el resultado imprevisto de una 'situación de necesidad' generada en mayo de 1940 y que se hubo de llevar adelante para garantizar el orden ante el derrumbre francés. Los planes se habían elaborado mucho antes, la presión política sobre Francia se había iniciado ya, y se pretendió encubrir la operación a través de un acuerdo con las autoridades francesas para tomar medidas, que se sustituyó, pura y simplemente, por la entrada unilateral del ejército español y la conversión de la ocupación temporal en permanente tan sólo cinco meses más tarde. Una sabrosa anécdota revela hasta qué punto la ideología de Falange se superponía a las necesidades administrativas y a la realidad de las cosas: cuando se hicieron cargo, como vanguardia política del Nuevo Estado, de la administración de la ciudad pretendieron borrar toda huella de la presencia francesa en la ciudad y almacenaron todos los archivos del periodo anterior, destinándolos al olvido. Esto creó tal caos en la gestión de los asuntos que pocas semanas más tarde hubieron de recuperarlos para volver a ocuparse de las gestiones de acuerdo a la situación de los años inemediatos.
En el tema de Tánger ya aparece el doble lenguaje del Caudillo en todo este periodo. "La nota a Hoare [embajador inglés en Madrid] explicaba cómo la acción española sobre Tánger era de carácter provisional y el resultado de un acuerdo previo con Francia, mientras que las notas redactadas para italianos y alemanes ocultaban cuidadosamnte ambos extremos" Franco jugaba con estos últimos a imitar la agresiva política de 'hechos consumados' con que los dictadores fascistas irritaron tantas veces a sus propios aliados. Pese a ello, el control británico al comercio mediterráneo fue tan efectivo, que el abastecimiento de productos básicos en Tánger y el Marrueco español se volvió muy problemático, y los mismos ingleses tuvieron que admitir un incremento de los intercambios para evitar que los españoles se vieran impelidos a una acción inmediata para apoderarse del protectorado francés. En cambio, a partir de 1942, cuando los vientos de la guerra cambiaron de lado, pudieron obtener del Marruecos español 600.000 toneladas anuales de mineral de hierro, además de pieles y lana para el ejército. La aventura terminó de forma humillante en julio de 1945 cuando "se convocó en París una reunión para tratar del Estatuto de Tánger, pero, con toda intención, no se invitó a España [...] hasta que los asistentes se pusieron de acuerdo". Franco, evidentemente, hubo de aceptarlo y no opuso resistencia para poner fin a su ocupación en octubre de ese mismo año.
Pero antes de que eso ocurriera, se habían desarrollado los acontecimientos principales. Entre 1939 y 1942, la dictadura sostuvo dos posiciones diferentes, según el interlocutor de que se tratara. Por un lado, una postura 'irredentista', planteada ante Francia y, en menor medida, Inglaterra, para 'recuperar' aquello a lo que se creía tener derecho tras haber sido arrebatado en el pasado por Francia: Gibraltar, Tánger, una ampliación territorial en Marruecos y algunas ventajas en Guinea. Al mismo tiempo, una postura 'imperialista' que exigía Gibraltar, la totalidad del Marruecos francés, la región de Orán y diversas ganancias territoriales en África ecuatorial. De ello se hablaba con Alemania e Italia, a espaldas de los franceses. Según Manuel Ros, "en el fondo, esa duplicidad exterior obedecía simplemente a una indecisión del Caudillo, que le llevó finalmente a no dar el paso definitivo, algo que sus propagandistas disfrazaron en la posguerra como 'hábil prudencia'."
La obsesión en mayo de 1940 fue que Alemania exigiera la desmovilización del ejército francés en el norte de África, para permitir una acción bélica española, imposible si las fuerzas galas conservaban una mínima capacidad operativa. Se pretendía, en todo caso, conseguir alguna especie de beneplácito del gobierno de Pétain, como había ocurrido en Tánger, que actuara de pantalla ante lo que era una ocupación pura y dura. El propio embajador alemán Sthorer comunicó a Berlín que "el Gobierno español ha decidido entrar en el Marruecos francés tan pronto como la aviación francesa en el norte de África sea desarmada". En realidad, las exigencias españolas en ese sentido iban más allá. Se presionó al gobierno de Italia para obtenerlo, pero Ciano se hizo el desentendido. Como ha señalado Tusell, por entonces Mussolini no deseaba ningún engrandecimiento de España que pudiera cuestionar el poder italiano en el Mediterráneo y su papel como cabeza fascista del mundo latino.
Pero Hitler tenía otros planes. Sin caer, como Franco, en el resentimiento vengativo, veía en la nueva Francia de Pétain un aliado necesario para contrapesar el poder británico, y para obtener sustanciosas ventajas comerciales en su Imperio. Aunque al principio fuera grande su desconfianza, la decidida respuesta de las tropas fieles a Vichy en el intento de desembarco británico y gaullista en Dakar le hizo ver que no se podía permitir alterar el estatus del norte de África para favorecer a los españoles. Era mucho mejor confiar la defensa a un ejército francés, reducido pero no desmoralizado, que al ejército español, del que Hitler y Mussolini tenían una muy pobre opinión tras la guerra civil, y del que sabían acabaría solicitando el apoyo de las fuerzas germano-italianas, al más mínimo intento de la Gran Bretaña. Alemania no podía arriesgarse a la defección de los colonos y militares franceses si éstos llegaban a pensar que serían 'vendidos' a Franco. "El levantamiento francés en África era una verdadera obsesión para el dictador alemán, y acabó siendo el elemento crucial que determinó su posición negativa ante las reivindicaciones españolas." Hitler incluso le dijo a Ciano que temía que los españoles adoptasen el lentísimo 'tempo' de combate que habían mostrado en la guerra civil
En la misma línea, era Churchill el menos preocupado por la posibilidad de una acción de Franco. Como indicó en agosto de 1940 al todavía ministro de exteriores lord Halifax, "no me importa si los españoles penetran en el Marruecos francés. Las cartas intercambiadas con De Gaulle no nos obligan a ninguna restauración exacta de los territorios de Francia, y la actitud de los gobiernos de Vichy hacia nosotros y hacia él ha justificado sin duda unos sentimientos más duros hacia Francia de los que existían cuando su caída. Prefiero a los españoles en Marruecos que a los alemanes..." Cuando la situación se alteró y los germanos quedaron excluídos del Magreb, esta opinión cambió, naturalmente. "Para Londres era [luego] mucho más importante que Weygand [jefe de las fuerzas francesas en el norte de África] reabriese la guerra en África, que satisfacer a España". Churchill había escuchado las aspiraciones hispanas para frenar una posible intervención alemana en la Península.
España, con escaso realismo, confiaba sus pretensiones en el Magreb a una potencia aparentemente sin intereses directos en la zona como era Alemania, confiando en una historia de amistad y en el común rencor contra Francia, sentimientos ambos de poco peso ante las realidades geoestratégicas. Además, algunos militares, como el teniente coronel Barroso, agregado militar en Vichy, se dieron cuenta de que los intereses alemanes en África no coincidían exactamente con los españoles. Querían bases en Marruecos y las islas atlánticas, y querían apoderarse de los minerales marroquíes y buena parte del comercio colonial, todo lo cual rechazaban los imperialistas hispanos. La extemporánea demanda de una de las islas Canarias para Alemania se explica por el profundo desconocimiento de la realidad local; los nazis creían que se trataba de meras colonias. La obsesión por las bases atlánticas no se justificaba en el verano de 1940 por la lucha contra la Gran Bretaña, a quien se daba ya por derrotada, sino por un conflicto con Estados Unidos que Hitler preveía ya mucho antes de Pearl Harbour. Esto constituiría una de las claves para entender su precipitada e imprudente declaración de guerra en el diciembre de 1941.
En el libro podemos seguir las negociaciones, llenas de ansiedad por el lado español, para que Alemania facilitase la obtención de un imperio que no podía conseguirse por la fuerza. Franco estaba convencido que la guerra duraría ya sólo unos meses y tenía prisa por sentarse en la mesa de los vencedores, siempre que, previamente, se hubiera obtenido de Alemania e Italia la garantía de que buena parte de sus aspiraciones serían satisfechas. Y estas aspiraciones no hacían en ningún caso referencia a las condiciones de vida y desarrollo de los habitantes de la Península, sino a los territorios coloniales que se pensaba obtener. Según el autor, Franco actuaba aquí más como 'africanista' que como Jefe de Estado. Hubo ofrecimientos expresos, en concreto a través de uno de los hombres de más confianza de Franco, el general Vigón, para que las armas españolas entraran en guerra junto a las germanas. Vigón llegó a manifestar a Hitler que "al finalizar el conflicto, España confiaría sus intereses a Alemania". El regalo, sin embargo, no era tan grande, pues en un memorándum al ministerio de Exteriores alemán también se afirmaba que "en este caso, necesitaríamos alguna asistencia de Alemania en material de guerra, aritllería pesada, aviación para el ataque a Gibraltar, y posiblemente la cooperación de submarinos alemanes en la defensa de las islas Canarias. También el suministro de algunos alimentos, munición, combustible y equipo, que estarán disponibles con seguridad en las reservas de guerra francesas" España apostaba, pues, a conseguir un imperio, pero peleando por él 'a lo pobre'. El propio embajador alemán desaconsejaba ceder todo el Marruecos francés a Franco ante los nuevos y difíciles problemas que ello ocasionaría a España, a la que consideraba apenas en condiciones de mantener el orden en su pequeña zona de Protectorado.
Hitler, cuando la derrota de Gran Bretaña se hizo menos cierta, y la toma de Gibraltar pasó a constituir un deseable objetivo, llegó a considerar la posibilidad de una doble alianza con España y Francia. Conllevaría la entrega de Marruecos a España a cambio de que Francia obtuviera la Nigeria inglesa. El escaso entusiasmos de Pétain por una alianza ofensiva con Alemania supuso descartar estas ideas y el progresivo desinterés alemán por la participación de España al precio que se pedía. Hitler trató, con todo, de que Franco declarara, al menos, la guerra a la Unión Soviética, pero éste se negó porque necesitaba argumentos para arrastrar al ejército y la opinión española.
Es en este contexto en el que hay que situar la entrevista de Hendaya, precedida, como sabemos por una previa entre Hitler y Laval, y seguida, inmediatamente, por otra entre Hitler y Pétain. Serrano Súñer fue el primero en expresar su sorpresa ante el rumbo que los alemanes daban a los temas africanos, pues la actitud del gobierno nazi hacia Francia estaba cambiando. Ante el peligro de que los fraceses conocieran lo que se estaba tratando, España estaba dispuesta a entrar en guerra sólo contra un intercambio de cartas confidenciales donde se reconocieran las relcamaciones hispanas. Ribbentrop acabó diciendo que "era muy difícil hacer una definición exacta de las áreas que en cualquier circunstancia serían asignadas a España". En esas condiciones, era imposible satisfacer ninguna de las exigencias del Caudillo. Tras ver rechazadas en Montoire sus demandas de que Francia entrara en guerra como aliada de Alemania, "Hitler salió de sus entrevistas con Laval, Franco, y Pétain, con la sensación de que sus propuestas no eran bien acogidas, llegando a la conclusión de que los intereses de españoles y franceses eran incompatibles. Ante la perspectiva de tener que elegir un destino para el norte de África, se decidió por la estabilidad...".
Franco lo estuvo intentando mucho después de la entrevista de Hendaya, lo que deshace el mito de que tan sólo intentaba 'parar los pies' a Hitler. El gobierno español acabó firmando el Protocolo de Hendaya el 11 de noviembre de 1940, aceptando un acuerdo de mínimos donde sólo se hablaba de la 'cesión de ciertas áreas'. De hecho, "España entraba así automáticamente en el Pacto de Acero y quedaba únicamente a elección del Caudillo la fecha exacta para su entrada en guerra..." El problema es que las circunstancias idóneas ya nunca se dieron porque la ocasión había pasado. Pero Franco siguió creyendo firmemente en la victoria del Eje (lo creyó incluso hasta 1945, como sabemos por otros testimonios). Manuel Ros ha econtrado planes militares para invadir el sur de Francia en 1942, planes que van más allá de un mero ejercicio táctico, ya que se ponen en relación de nuevo con la reivindicación de Marruecos, justo antes de que los aliados ocuparan el territorio, y pensados para actuar en coordinación con el ejército alemán. "Tanto el Caudillo como sus consejeros militares seguían convencidos a mediados de 1942 de la capacidad del Eje para vencer, tenían una fe ciega en esa victoria y querían estar preparados para tal eventualidad."
Otra aportación interesante es el plan de campaña para la invasión de Portugal, estado fascista que había prestado un concurso entusiasta a la causa de Franco durante la guerra civil, y con el que existía un Pacto de no Agresión recién firmado, pero que constituía un aliado importante de Gran Bretaña y que, en caso de guerra, se temía fuera la base para un ataque al resto de la Península. De nuevo, Manuel Ros no cree que se tratara de meros planes de contingencia destinados a quedar en los cajones del Estado Mayor. Aunque no existe una directriz política documentada, sí tenemos diversas declaraciones, y elementos presentes en el 'folklore' de la Falange apuntando en la dirección de que el país vecino sería otra pieza más en los ensueños imperiales franquistas, y que las autoridades del régimen consideraron un hecho factible la absorción del territorio. El propio Serrano lo apuntó así en sus conversaciones con Ribbentrop. Los planes incluían una preparación política del estado de guerra mediante la presentación de ultimátums imposibles de cumplir en el mejor estilo germano.
Otras aportaciones menores del libro son los planes para prevenir las infiltraciones guerrilleras posteriores a 1944, y la constancia del temor que sintió el régimen de un desembarco aerotransportado aliado en Galicia o los Pirineos, que pudiera abrir el paso a una invasión en toda regla. Donde no se engañaron las autoridades militares es en la escasa fuerza del maquis repubicano y las causas de su debilidad, tanto en el aspecto puramente militar (sin apoyo aéreo ni de armas pesadas) como en el sostén que podían esperar de las poblaciones. Consideraban que, en la coyuntura de 1944, "la población campesina catalana era indiferente a todo lo que no fueran sus negocios. La escasez de productos alimentarios y la especulación les había convertido en gente acomodada, y por ello no pondrían en riesgo lo adquirido colaborando con los maquis" aunque sabían que tampoco lo harían con el Ejército. Por eso, en lugar del alarmismo reinante, concluía que "no era de temer ningún acto subversivo en ayuda de las pequeñas operaciones militares que pudieran emprender las partidas de rojos.". Como así fué.
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